miércoles, 28 de agosto de 2013

Historia del Fisgoneo


Esta entrada es un comentario del libro Eavesdropping. An intimate history, de John L. Locke. Eavesdropping es un término que podemos traducir por fisgar o fisgonear, en el sentido de escuchar o mirar a escondidas. Eaves son aleros en inglés y eavesdropping se refiere al hecho de quedarse en la zona entre la caída del agua de los aleros y la pared de la casa para espiar lo que ocurre dentro. Hay que tener en cuenta que hace siglos, cuando surgió la palabra, no había coches ni el ruido ambiental que hay ahora y que las paredes de las casas tampoco eran probablemente muy consistentes, por lo que esa posición era muy adecuada para escuchar, y tal vez mirar por alguna abertura, lo que ocurre dentro. Este fenómeno está emparentado con el cotilleo, podemos decir que es la vía aferente del cotilleo, una de las formas en las que podemos conseguir información que luego cotillear.

La enseñanza más importante que he sacado de la lectura de este libro es la importancia psicológica y social de las paredes (sorprendentemente mucho mayor que la arquitectónica). Locke insiste varias veces a lo largo del libro en que las paredes son una tecnología social, y que su aparición cambió la conducta humana y dio lugar a conductas no existentes previamente. La vida privada, el individualismo, la soledad, la vida interior, etc., no existirían probablemente sin paredes, y este es un hecho del que probablemente no somos conscientes porque hemos vivido siempre en un mundo con paredes y pensamos que es lo más natural del mundo. Pero leyendo a Locke te das cuenta de que eso no es así y de que la vida privada no tiene nada de natural. Así que merece la pena revisar la historia de las paredes.

El ser humano procede de un mundo sin paredes. Los cazadores recolectores vivían en poblados en los que los individuos estaban continuamente expuestos, las 24 horas del día a la observación de los demás. Por otro lado, es conocido nuestro apetito por la información social, es decir, por saber lo que ocurre en las vidas de los demás, apetito que podemos calificar sin exagerar un ápice de voraz. Esto es lógico, necesitamos saber cómo van las vidas de los demás para saber así cómo va la nuestra.Y este apetito está enraizado en la biología: todos los animales fisgan, e incluso podríamos decir que las plantas también. Peter McGregor ha señalado que los pájaros que monitorizan las llamadas a larga distancia de otros pájaros -señales que no están pensadas para que sean recibidas por él- aumentan sus probabilidades de supervivencia y reproducción. Casi todos los modelos de comunicación actuales hablan de emisor y receptor pero habría que incluir en ellos al fisgón o “interceptor” porque eso es lo que ocurre realmente en la naturaleza. Nuestros parientes más próximos, los chimpancés, sólo dejan de fisgonear cuando están dormidos y hasta las plantas controlan lo que hacen las de al lado y segregan feromonas para combatir insectos herbívoros cuando observan que otras plantas lo hacen. El fenómeno del cotilleo y del “Granhermanismo” no es un invento reciente, desde luego.

Desde esa posición ancestral en la que todos podíamos ver lo que hacen los demás, llega un momento, hace 10.000-15.000 años en que empezamos gradualmente a hacernos sedentarios y aparecen las primeras paredes. Eso da lugar a un conflicto de intereses entre ese apetito por saber lo que pasa en la vida de los demás, y el mantenimiento de la intimidad. La vía que el deseo de información social encontró para enfrentarse a las paredes fue precisamente el escuchar y mirar a escondidas. Las paredes, al bloquear la vista, hicieron que aumentara probablemente la desconfianza: ¿qué tramaban los demás detrás de las paredes? y si las paredes iban a ser definitivas había que encontrar maneras de percibir más penetrantes. El fisgoneo fue la técnica para samplear la experiencia íntima de los demás. No podemos evitar ese mandato biológico, necesitamos absorber la información acerca de las vidas de los demás para beneficiarnos de la vida social, o para no ser perjudicados.

Como decíamos, nuestra vida ancestral era abierta. En la figura podéis ver un poblado del pueblo !Kung del desierto del Kalahari, dispuesto en círculos concéntricos con una especie de plaza o lugar de reunión en el centro y las cabañas alrededor de la misma y luego círculos más exteriores como la zona para cocinar o para defecar. Las cabañas no eran en realidad zonas para estar, la gente normalmente hace la vida fuera. En un momento dado se pueden meter dentro para protegerse de la lluvia o del sol pero principalmente se guardan cosas allí y sirve para dar una “dirección” a la familia y se considera una propiedad, pero no están pensadas para “habitarlas”. También se considera impropio o está mal visto que alguien se retire del mundo social del poblado y se marche solo por ahí. Los !Kung casi nunca están solos y la soledad se considera una forma bizarra de conducta. En este sentido, recuerdo haber leído la anécdota de un antropólogo que estaba estudiando uno de estos pueblos de cazadores-recolectores y en un momento dado deseó alejarse del poblado para estar solo. Cuando estaba sentado en un tronco apareció un nativo que se puso a hablar con él. Al de un rato el antropólogo le preguntó a ver qué hacía él allí, por qué había venido a hablar con él, y éste le dijo que se lo había mandado el jefe, que le había visto solo y que pensaba que estaba enfermo.

Es muy interesante el periodo en que el ser humano empezó a construir paredes y a hacerse sedentario y las costumbres alrededor de este hecho. Entre los Semai, un pueblo aborigen de las montañas de Malasia, que estudió Robert Dentan en los años 60 se considera un acto de extrema hostilidad negarse a admitir a alguien en tu casa. Dentan cuenta cómo los Semai entraban en su casa aunque él y su mujer estuvieran durmiendo a las 5 de la madrugada. Normalmente tosían un poco antes de entrar como preguntando a ver si estaban dormidos. Si Dentan y su mujer se hacían los dormidos los sujetos se sentaban y se ponían a hablar de sus cosas tranquilamente. Otras veces podría entrar un único individuo y canturreaba y fisgaba entre sus cosas sin el menor reparo. Los Nayaka también tenían paredes pero hacían todo fuera de la casa, alrededor del fuego, a la vista de los demás. Los samoanos también quieren saber lo que pasa en la vida de los demás y piensan que si te encierras dentro es que tienes secretos que esconder o que estás tramando algo. Estas sociedades más igualitarias sólo podían mantenerse por una vigilancia constante de todos los miembros.

Las paredes era una nueva tecnología que paradójicamente amenazaba la seguridad de los grupos humanos, porque quitaba de la vista y de los oídos material que era esencial para mantener la paz y la moralidad del grupo. Pero con la agricultura y la ganadería empezó a tener sentido para los pueblos hacerse sedentarios y construir casas con paredes. Pero la gente se resistió en muchos sitios de Asia, Australia o Sudamérica a construir casas, lo que lleva a Amos Rapoport a concluir que construir casas no es un acto natural y que no es universal. En algunos sitios se construyeron casas, pero la gente no vivía en ellas. Lo que se resistía era el final de la transparencia de la vida social, la vida privada originaba curiosidad y sospecha. Entre los Sakalava de Madagascar estar solo en casa se consideraba un signo seguro de maldad, de estar tramando algo, como comentábamos. El secreto y la separación se veían como falta de generosidad y como una conducta antisocial o de superioridad o de distinción, y generaba rechazo. Esta misma ambivalencia con respecto a la privacidad la vemos en los Zinacantecos del sur de Méjico donde quedarse dentro de las paredes de la casa era admitir públicamente estar haciendo algo malo. Lo que la gente espera es que todas las actividades de la vida cotidiana se realicen de manera que puedan ser vistas por el resto del poblado. Pero también es curioso que, por el otro lado, piensan que es una locura no querer observar o ignorar aspectos de la vida de los demás que pueden ser observados, es decir que no entienden tampoco que no se tenga interés en observar la vida de los demás. 

Esta sobreexposición constante a los demás es evidente que tiene aspectos negativos. Sentir que eres transparente y que todas tus idas y venidas están siendo vigiladas por alguien (como ocurre todavía en los pueblos) puede ser agobiante. Pero también vigilar a los demás es un trabajo, algo que lleva tiempo y esfuerzo y que te impide hacer otras cosas. Por ello, las paredes y la privacidad pudieron tener el efecto de aliviar esa vigilancia por los dos lados y dar un respiro a todo el mundo. Y así nuestros ancestros fueron descubriendo la vida interior y también la intimidad. Si como decimos privacidad y secreto van de la mano, me sentiré más cercano y próximo a los que comparten mis secretos, a los que están a este lado de la pared.

Pero hay más que esto. Cuando el ser humano se mete dentro de las paredes ya no es el mismo que el que estaba a la intemperie. La pared, como cualquier otra tecnología, nos cambia. Es en algunos sentidos como cuando vestimos una máscara, que también nuestra psicología cambia. Aparece la vida privada, diferente de la pública, este producto de la domesticación que es la pared, y detrás de la pared el hombre empieza a hacer cosas que no podría hacer a la vista de los demás, cosas que antes no podía permitirse. De hecho, privado viene del latin privatus y privare (privar). Hanna Arendt escribe en The Human condition: “Llevar una vida completamente privada significa sobre todo estar privado de cosas esenciales para una vida humana: estar privado de la realidad que viene de ser visto y oído por los demás, ser privado de la relación objetiva con ellos que viene de estar a la vez relacionado y separado de ellos por el intermediario que es un mundo común de cosas, estar privado de la posibilidad de conseguir algo más permanente que la vida misma. La privación de la privacidad consiste en la ausencia de los otros”.

Pero la aparición de las paredes coincide con la época en que aumentó la población humana con la agricultura (o incluso antes) y con ese aumento de población aparece algo que antes no existía: los extraños. En sociedades de cazadores recolectores de 50-60 individuos como los !Kung se conocen todos, pero ahora aparecen los extraños y empieza a tener sentido protegerse y aislarse de ellos. El extraño ea siempre peligroso y temido. Detrás de las paredes estábamos seguros, protegidos de los extraños y de todos los demás. La pared provee un nicho de seguridad, de inmunidad, donde se desarrolla la mente, la personalidad, el yo y las relaciones personales. La comunicación dentro de la familia, y la proximidad, se hace mayor porque hay que tener en cuenta que al principio en las casas no hay paredes internas. Toda la familia vive (come, duerme, etc.) en la misma zona común. En un principio no hay dormitorios ni habitaciones individuales, sólo existe la pared externa que separa del exterior. Pero con el tiempo llegarán las paredes internas, promoviendo la separación dentro de la familia y el individualismo. Es en el siglo XVI, según Philippe Aries, que la gente empieza a pensar de sí mismos como individuos, como individuos que difieren de los demás de forma importante y buscan espacios que refuercen esas diferencias. Como dice Gadlin, el individualismo y la intimidad son gemelos siameses de la modernización. Como decíamos aparece un hombre público y un hombre privado, con las paredes hay un espacio público y un espacio privado, una vida pública y una vida privada.

Pero todo esto no evita sino que refuerza la necesidad de fisgar. ¿Cómo vas a diseñar una vida privada para ti si no sabes cómo viven los demás? Cómo vamos a hacer la comparación social tan necesaria (mandato evolucionista) sin saber qué hacen los demás? Espiar la vida privada se hizo aún más valioso. Porque la vida pública podía ser una apariencia, una fachada, y para ver las vulnerabilidades de la persona,  cómo es su verdadero yo (el yo privado pasó a considerarse el verdadero), había que entrar detrás de esas paredes. La exposición a los demás suprime la mala conducta, es evidente, pero en el refugio de las paredes podemos hacer lo que queremos sin miedo de que nos detecten. El éxito social y económico depende de una buena reputación que tarda años en conseguirse y se puede destruir en unos minutos por medio del cotilleo de actividades moralmente impropias conseguidas escuchando detrás de la pared. Si el fisgoneo es el robo de experiencias íntimas hay que preguntarse qué se hace luego con ellas y está claro que la respuesta es cotillearlas, como decíamos fisgar y cotillear se pueden considerar dos fases del mismo fenómeno. 
John L Locke

Todo esto con respecto al fisgoneo y el cotilleo analógico pero existe también el fisgoneo virtual o digital. El instinto biológico de conseguir información social es una fuerza que ha ido cambiando a lo largo de la historia y se ha expresado de diferentes maneras. Ahora se puede decir que estamos de nuevo en un mundo sin paredes y que hemos cerrado el círculo volviendo a la época de los cazadores recolectores. Tenemos Facebook, Twitter, Gran Hermano, programas de cotilleo en la televisión, revistas, etc. Pero antes de la época digital ya existían las novelas, las autobiografías, el cine, etc., formas todas ellas de meter las narices en la vida de los demás y degustar experiencias íntimas. Actualmente todos somos exhibicionistas y espectadores. Nos mostramos para que nos miren y , a su vez, miramos a los demás. Nos gusta posar, tener una audiencia, testigos de nuestra vida, de ahí el éxito de las redes sociales.

Bueno, creo que el libro decididamente merece la pena. Aunque sólo sea por hacernos caer en la cuenta de la importancia que tienen las paredes y cómo hay que tenerlas en cuenta a la hora de escribir la historia y la evolución de la soledad, del yo y del individuo.

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Referencia





jueves, 22 de agosto de 2013

Locos como nosotros. La Globalización de la mente occidental


Colaboración de Juan Medrano

El escritor y periodista Ethan Watters presenta en este libro la tesis de que en los últimos 30 años, en línea con el éxito internacional que está teniendo la Psiquiatría DSM y el modelo médico – psicofarmacológico y con los intereses creados de industria y profesionales, los modelos y concepciones estadounidenses han invadido el resto del mundo, colonizando y sustituyendo las concepciones psicopatológicas e incluso culturales de múltiples entornos sociogeográficos. Los simplones modelos estadarizados de los manuales de la APA, acogidos con entusiasmo, están ejerciendo de bulldozers a pesar de que su validez (por supuesto, discutible) se centra exclusivamente en la tradición médica, psicológica, filosófica y asistencial norteamericana, por lo puede dudarse sobre su aplicabilidad a otros entornos. Según el autor, la APA y sus manuales son a la Psiquiatría y a la cultura psicológica y asistencial de otros países lo que McDonald’s a su gastronomía, y para ello selecciona cuatro casos y situaciones muy sugestivos: la epidemia de trastornos de la conducta alimentaria en Hong Kong desde mediados de los 90; la intervención (o tal vez) imposición humanitaria del TEPT y su abordaje en Sri Lanka tras el tsunami de 2004; el enfoque que culturalmente recibe en Zanzibar  la esquizofrenia en contraste con el propio de los EEUU (y, en paralelo, el curso evolutivo diferente de la enfermedad en países desarrollados o en vías de desarrollo) y la “introducción” del concepto de depresión en Japón desde el inicio del siglo XXI.


En 1994, una adolescente emaciada de 14 años cayó muerta a plena luz del día en una calle de Hong Kong. La prensa local, en su afán por cubrir un suceso tan impactante, encontró en Internet la descripción de un trastorno, la anorexia nerviosa, con la concepción occidental de la importancia de la obsesión por la delgadez. Encontraron un filón, y sus informaciones, tan alarmistas como bienintencionadas, dieron lugar a una explosión de la prevalencia de la anorexia en la ciudad y a campañas de concienciación sobre riesgos (que tal vez lo que consiguieron fue aumentar el número de casos). No es que no hubiera comportamientos de restricción dietética en la cultura china, sino que su contexto clínico y cultural era muy diferente al que conocemos en Occidente, además de que su número era muy inferior al que resultó después de la campaña periodística. Nadie mejor para atestiguarlo que un psiquiatra local, formado en el Reino Unido, el dr. Sing Lee, que acompaña y orienta a Watters en este capítulo y que le explica cómo a su regreso a Asia se encontró con esa forma local de restricción alimentaria, en absoluto vinculada a temor a la obesidad o a un culto a los cánones modernos de belleza femenina, pero que tras la muerte de la adolescente en la calle y la campaña mediática desatada asistió perplejo, años después, a la “occidentalización” de la anorexia en China, acompañada, además, de un espectacular incremento de de su prevalencia.
 
Sing Lee
El segundo capítulo plantea la occidentalización del trauma y de su abordaje en Sri Lanka tras el tsunami de diciembre de 2004. La invasión de ONGs dispuestas a tratar las secuelas psicológicas de la catástrofe tiene un regusto de déjâ vu histórico, y remeda tiempos pasados caracterizados por un celo evangelizador de infieles e ignorantes (en este caso, ignorantes de la verdad psiquiátrica occidental). Los counsellors y psicólogos que desembarcaron en la isla proclamaban la verdad del daño psíquico para los supervivientes según la visión individualista occidental y ofrecían con celo misionero los rituales de curación espiritual, siguiendo el paradigma del trastorno por estrés agudo y el trastorno por estrés postraumático y trastocando concepciones locales que han sido útiles, según apunta Watters, para apuntalar social y psicológicamente a los pobladores de la isla, sometidos al trauma continuado de una prolongada guerra civil evitando un mayor derramamiento de sangre. El entusiasmo de los profesionales desplazados a la isla está en perfecta consonancia con el modelo actual de una especie de debriefing in situ que hace que no haya catástrofe o trauma en nuestro entorno sin que aparezca el correspondiente equipo de psicólogos prestando ayuda a víctimas y allegados.  Algo que se ha convertido en automático y reflejo y que hace unos meses dio pie a que se desplazase un equipo de profesionales para reconfortar a 1200 esquiadores que se habían quedado aislados en una estación pirenaica, previendo una situación traumática que los propios afectados desecharon al reclamar que en lugar de psicólogos se les subiera tabaco.


Para su capítulo sobre la esquizofrenia en Zanzibar, Watters se apoya en la experiencia transcultural de Juli McGruder, una profesional norteamericana establecida en la isla, que le ayuda a comparar la vivencia local de la enfermedad, teñida de elementos culturales y religiosos que fusionan la creencia en los espíritus y los preceptos del Islam. El resultado es actitud más tolerante y permisiva para con los pacientes que sugiere a Watters la impresión de que la diferente actitud y el grado dispar de exigencia entre los dos entornos socioculturales podría explicar la paradoja de que la esquizofrenia tenga una mejor evolución en países en vías de desarrollo que en los que disfrutan de las economías más punteras.
 
Juli McGrudeer
Mención especial requiere el último capítulo, que recoge la promoción de la depresión en un país como Japón en el que el concepto no se había asentado y en el que las ventas de antidepresivos eran insignificantes en relación con las propias de los EEUU. Watters nos cuenta el metódico plan desarrollado en especial por GSK para promocionar la paroxetina que, partiendo del adagio de que el buen vendedor no vende Coca-Cola, sino que vende sed, comenzó por convencer a los psiquiatras y médicos locales de que la depresión es un fenómeno incontestable y frecuente. Asimismo se apoyó en una cuidada presentación del suicidio como algo psicopatológico y remediable para terminar por conseguir que la idea de la depresión penetrara en la cultura y que de alguna forma llegase a ser vista por la población como una especie de diagnóstico chic.

El autor ha tenido el buen juicio de buscar guías adecuados para su viaje por cada uno de los entornos y choques culturales y psiquiátricos que nos presenta; también es encomiable la bibliografía que ofrece para cada capítulo. Su propuesta es que de la misma manera que el American way of life va colonizando todo el mundo, la American Psychiatry está haciendo lo propio con las formas locales de psicopatología y las visiones que estas tienen de la curación o el manejo de los problemas. Se imponen así modelos y concepciones pasando por alto que el sufrimiento humano que es algo más que un mero fenómeno biológico y sintomático y que se nutre del (y se puede entender mejor en el) contexto cultural. Llevado de su celo reivindicativo de las culturas y modos de enfermar locales Watters llega a plantear el empuje globalizador del DSM puede hacer desaparecer algunas variantes etnopsiquiátricas de enfermedad mental, lo que representaría una pérdida para el ser humano comparable a la de la extinción de especies animales y vegetales para la biosfera. Sin duda la comparación tiene algo de epatante, pero hace pensar. Al fin y al cabo, el sufrimiento humano, de la índole que sea, es un fenómeno complejo, y la visión puramente médico-biológica escotomiza muchos de sus componentes y matices. Los humanos somos seres eminentemente sociales y nuestro ecosistema particular es la cultura. Su influencia tiene en el sufrimiento mental elementos patogenéticos y patoplásticos, por invocar conceptos médicos clásicos, a los que no podemos ser ciegos. La angustia del koro, pongamos por caso, no es un bien cultural a preservar, sino algo a remediar, pero que haya humanos que enferman a la manera del koro informa sobre la cultura local, sus valores y tendencias, sus preocupaciones, su ideología y su religión. La globalización patoplástica y el empuje colonizador de los modelos patogenéticos de la Psiquiatría norteamericana elimina el reconocimiento de estos elementos y, a lo peor, el valor curativo de matices culturales propios del individuo sufriente que no puede reconocer ni mucho menos utilizar la Psiquiatría Occidental.
 
Anuncio en un periodico japonés de la compañía farmacéutica Shionogi & Co. Divulgando el concepto de depresión. Muestra a la actriz Nana Kinomi animando a la gente a hablar acerca de la enfermedad
Watters también nos recuerda que las epidemias de anorexia en Hong Kong o de depresión en Japón tuvieron lugar en momentos de gran turbación social, desencadenados, respectivamente, por la incertidumbre que provocaba la inminente devolución a China de la antigua colonia británica o la crisis económica que sacudió a los nipones desde finales de los 80. La reacción reaccionamos psicológica y psicopatológica, incluso de forma colectiva, que los seres humanos mostramos a los contextos y situaciones sociales es algo que no percibe adecuadamente el modelo psiquiátrico pujante.
 
Ethan Watters
Y, por último, a uno le queda una cierta impresión de que los europeos también tendríamos que mirarnos un poco el efecto que sobre nuestra cultura psiquiátrica han tenido el DSM y la hegemonía de las concepciones norteamericanas de la Psiquiatría. Aunque nos encanten las posturas críticas con la APA y los sucesivos DSMs, no es nada raro que nos calemos la boina hasta las orejas –a veces hasta la apófisis xifoides- y como verdaderos catetos emulemos las modas que vienen del otro lado del Atlántico. El resurgimiento del uso de la clozapina tiempo después de que fuera “descubierta” en los EEUU justamente el mismo año en que se retiró de nuestro mercado es un ejemplo tan ilustrativo como lo es la entusiasta recepción a la noticia de la efectividad timorreguladora del valproico tras los ensayos clínicos norteamericanos, olvidando que su profármaco, la valproamida, llevaba un cuarto de siglo utilizándose en Europa en esa indicación. Si a esto unimos el éxito de los sucesivos DSMs o la biologización – farmacologización de nuestra Psiquiatría en el más puro estilo norteamericano, la conclusión es que si nos sorprendemos por las historias que cuenta Watters sobre el auge de la depresión en Japón o de la anorexia nerviosa en Hong Kong se debe exclusivamente a que nosotros ya estamos colonizados.

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sábado, 17 de agosto de 2013

Vida espejo y Mundos espejo


George Church es un científico dedicado a la Biología Sintética del que se habló mucho en la prensa cuando propuso que se podría clonar un Neandertal a partir del genoma ya disponible, inyectándolo en un óvulo humano e implantándolo luego bien en un chimpancé hembra, o en el útero de una madre humana de alquiler. Hablaba de ello en su libro Regenesis, escrito con Ed Regis. En este libro plantea también un tema, todavía perteneciente a la ciencia-ficción, que me ha parecido muy interesante y curioso. Vamos primero con la ciencia.

La quiralidad es la propiedad que tiene un objeto de no ser superponible con su imagen  especular, lo mismo que la mano derecha e izquierda no son superponibles sino que son como imágenes en un espejo. Los compuestos químicos tanto orgánicos como inorgánicos existen en dos formas, como nuestras dos manos, que se llaman enantiómeros o isómeros ópticos. Lo interesante es que los dos enantiómeros no tienen las mismas propiedades físicas, por ejemplo desvían el plano de la luz polarizada en direcciones diferentes, la forma D (dextrógira) hacia la derecha y la forma L (levógira) hacia la izquierda. También se las llama forma R (de rectus en latín, derecho) y forma S (de sinister, izquierdo). La mezcla en cantidades iguales de ambos enantiómeros se llama mezcla racémica y es ópticamente inactiva.

Pero este hecho es importante por otras muchas razones. Por ejemplo, los medicamentos no son igual de eficaces en una forma que en otra, la R-Adrenalina es más potente que la S-Adrenalina, y hoy en día se comercializan ya fármacos que no son mezclas racémicas sino que se han purificado y llevan en su composición sólo el enantiómero activo. Si hubiéramos sabido en los años 50 del siglo pasado que cada enantiómero tiene efectos farmacológicos diferentes nos habríamos ahorrado el desastre de los efectos teratogénicos de la Talidomida. La Talidomida se utilizó entre 1957 y 1961 para los vómitos del embarazo en una mezcla de los dos enantiómeros. Pero resulta que la R-Talidomida es sedante y cura los vómitos pero la S-Talidomida es teratógena. Otro ejemplo de la influencia de la quiralidad es el del carbono orgánico disuelto en los océanos, ya que según sea de un tipo o de otro puede hacer que el carbono persista en los océanos por milenios.

Pero ahora vamos con la parte de ficción. La cuestión es que una célula espejo o un organismo espejo (es decir, un organismo compuesto de productos químicos que fueran la imagen especular de los naturales) podría ser resistente a prácticamente todos los parásitos, incluidos los virus, y esto son palabras mayores. Como decíamos, en la naturaleza, por razones desconocidas, las biomoléculas prefieren una de las dos formas. La vida no es ambidiestra sino que los azúcares del ADN y ARN son diestros y los aminoácidos y proteínas son zurdos. Si podemos hacer moléculas espejo de las moléculas naturales podríamos hacer una vida espejo. La vida espejo sería el resultado de cambiar la “mano”  de todo el organismo y de sus componentes, de manera que tendríamos una imagen especular de absolutamente todo desde el nivel atómico al macromolecular. Esta vida espejo sería exactamente igual que la normal en todos los sentidos pero sería radicalmente diferente  en su resistencia a los virus y patógenos. La vida espejo sería inmune a los virus porque las interacciones moleculares  de la vida son exquisitamente sensibles a la quiralidad de los átomos y moléculas. Los virus normales no reconocerían un organismo espejo como una forma auténtica de vida cuyas células pueden ser invadidas e infectadas.

Esta resistencia a los virus sería un logro enorme pero habría que pagar un precio. La vida espejo no podría digerir la comida normal con sus enzimas espejo, y habría que diseñar, desarrollar y cultivar todo tipo de comida espejo para los hombres espejo del futuro. Otro problema hipotético es que podrían aparecer biohackers que sintetizaran virus espejo, y otros patógenos espejo, y entonces se esfumarían todas las ventajas de diseñar hombres y vida espejo. Imaginemos que se produjera esa transición a seres humanos espejo en el futuro. Durante un tiempo convivirían seres humanos normales y espejo. Los humanos espejo olerían diferente. Miembros de las dos “especies” se podrían casar pero tener hijos sería extraordinariamente complicado, aunque es de suponer que si somos capaces de crear humanos espejo tendríamos ya la tecnología para hacer hijos de la “mano” que quisiéramos. Por último, nos enfrentaríamos a riesgos todavía imposibles de prever. No hay manera de predecir qué tipo de interacciones tendrían las biomoléculas entre sí según su quiralidad y podría haber sorpresas muy desagradables.
George Church

Lo mismo que la materia que vemos en el cosmos existe porque hay más materia que antimateria (una parte por billón más de materia que de antimateria), si hubiera cantidades iguales de moléculas D y L la vida no existiría. En el futuro podríamos cambiar la quiralidad de las moléculas, crear un mundo espejo libre de pestes e infecciones pero podría tener consecuencias medioambientales imprevisibles. También podrían proliferar enzimas capaces de atacar la vida espejo, enzimas que ahora son raras pero que tendrían su oportunidad si diéramos ese paso. Como comentábamos, podría aparecer bioterrorismo espejo y seguramente odio espejo, guerras espejo, crisis económicas espejo y políticos espejo con su corrupción espejo. No sé si la moralidad de este lado del espejo es dextrógira o levógira pero no creo que la del otro lado sea mejor. En definitiva, igual mejor quedarse de momento a este lado del espejo a pesar de los virus.

@pitiklinov